HISTORIA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO

  1. Introducción

Cada año, en Navidad, celebramos el nacimiento del hombre más importante de nuestra civilización, Jesús de Nazaret. El cristianismo nació tras su muerte y esa tan difícil reacción de sus seguidores que lo declararon vivo después de su muerte. Ernest Renán en su historia del cristianismo primitivo, no sabe explicar después del primer volumen, “La vie de Jésus”, en el inicio del segundo volumen, “Les Apôtres”, la inconsecuencia de esa reacción.
La esencia del cristianismo está enraizada en la muerte y la resurrección de Jesús, porque sin uno u otro la fe cristiana ya no tendría el sentido que tiene. De Jesús nos hablan las cartas auténticas y no auténticas de Pablo, el libro “Apocalipsis de Juan”, el corpus Iohanneum del Nuevo Testamento, la Carta a los Hebreos, los Evangelios sinópticos canónicos, en uno de ellos la doble obra lucana y las cuatro cartas diversas y pseudoapostólicas. Pero, de Jesús no nos ha llegado ningún escrito y nada de sus 12 a sus 30 años.

Todo ello ha ocupado, durante más de 19 siglos a los curiosos, místicos, historiadores, apologetas y detractores del cristianismo. De los problemas literarios y estructurales del Nuevo Testamento, todavía hoy, se ocupan algunos autores de cátedra, de ateneo y de ‘divulgación’ fácil o erudita.

Pero, la gran pregunta, la que conturbaba a Renan en su segundo volumen, y la que yo y todo occidental razonable y curioso se hace, subsiste: ¿A quién se le ocurrió esa realidad resucitada del cristianismo? Esta afirmación, trágica, fuerte y escandalosa: “Jesús no está muerto, sino que vive glorioso”, ¿quien tuvo los cojones de decirla por primera vez en voz alta?

Jesús predicó, antes de su trágica muerte, sobre temas que se debatían en ese momento en Israel y en el mundo helenizado. La novedad cristiana, desde el punto de vista de sus elementos fundacionales, pretende ser absoluta. Pero, en el plano de la predicación de Jesús, esta novedad es a menudo su posición ante las ideas debatidas por toda una sociedad no pequeña.

Los conceptos básicas para entender las ideas de los primeros cristianos deberìan ser los característicos de la cultura y la religión judías. Pureza e impureza, templo o no templo, adoración y sacrificio, expiación y purificación, profeta y mesías, resurrección y salvación, hijo del hombre y fin de los tiempos son expresiones que hoy no tienen sentido si no nos referimos a la tradición cristiana, que las ha derivado todas de la cultura y de la religión israelita de la época de Jesús, pero, a menudo, modificando el valor de los términos judìos. La realidad del judaismo en tiempos de Jesús no era el judaísmo actual, rehecho y reinventado en el año 70: sin templo, sin sacerdocio, sin Senaderin.

En la época de Jesús, el judaísmo tenía una larga historia. Historia real e historia del pasado inventada en vistas al futuro. El exilio de Babilonia había representado un fracaso y un punto de inflexión rico en ideas y desarrollos. Antes del exilio, se acostumbra a hablar del “judaísmo anterior al exilio”. Después del exilio del “judaísmo pistexìlico”.

La historia desde el exilio hasta la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C. se define como la historia del [Segundo]Templo, El primero fue el de Salomón, pero, sin ninguna confirmación arqueológica sobre él. La predicación de Jesús y la temprana difusión del cristianismo serìan una parte integral, viva 7 efectiva de la “historia judía” del Segundo Templo.

A diferencia de la historia anterior al exilio, de la que tenemos un relato continuo en las fuentes judías, documentada por los relatos de los libros de Samuel y de los Reyes. Para la “historia del Segundo Templo” no tenemos un testimonio continuo en la Bublia. Sólo hacia finales del siglo I d.C. nació una narración continua de los acontecimientos por parte del historiador judío Flavio Josefo, quien compuso, en griego, sus “Antigüedades judías”, en las que relata l la historia de Israel comenzando, como la Biblia, desde la creación del mundo hasta el comienzo de la revuelta contra Roma en el año 66 d.C.

Jaume González-Agàpito

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