Teología del corazón: Mujeres santas del siglo XIII y el invento de los “Ejercicios espirituales”.

  1. La madurez religiosa de los laicos, aparejada al desarro­llo de las ciudades, estaba reclamando nuevas formas de vida devota y de instrucción, en el siglo XIII. El IV Concilio de Letrán (1215) puso límites a las ordenes, tratando de obligar a quienes de­seaban una vida religiosa más profunda, a acomodarse a las reglas ya existentes: la Iglesia se mostraba cautelosa ante la proliferación de fórmulas, algunas de las cuales fomentaban, desgraciadamente, errores doctrinales.
  2. Muchos cristianos construiían fraternidades o pequeñas convivencias de gentes, deseosas de devoción y no sólo de regla: se les dominaba beghardos cuando eran hombres, y beguinas en el caso de las mujeres.
    Eran precisamente las mujeres, afectadas en muchas ocasiones por el problema de una viudedad prema­tura, quienes reclamaban, con mayor insistenciaj orientacio­nes y normas.
  3. La Orden Tercera de los franciscanos trató de llenar esta laguna. También, en 1267, el Papa Clemente IV encomendó a los domi­nicos que se ocupasen expresamente la ins­trucción religiosa de los laicos. Pero, la iniciativa no debía dirigirse hacia la especulación, sino hacia la práctica. Se deseaba una especie de “Teología del corazón” como alternativa y complemento de la teo­logía del intelecto. La predicación oral fue más importante, en este caso, que la escrita.
  4. Sin embargo fue a la sombra del Císter y del francisca­nismo, tan estrechamente relacionados entre sí, donde se predijeren las primeras experiencias ‘místicas’ y comenzó a producirse un lenguaje siempre imperfecto y analógico, pero real para aplicarlas.
  5. En la segunda mitad del siglo XIII vivió una fa­mosa beguina, Matilde de Magdeburgo, que acabó ingresan­do en el Císter. Sus experiencias fueron recogidas por un do­minico, Enrique de Halle, en un libro que titulado “El torrente de la divinidad”. Encontramos ya en él dos ideas cla­ve para el otro aspecto de la reforma católica, aquella que nace del interior del hombre: las nupcias espirituales del alma con Dios, y la convicción de que, quien se encuentra viviendo dentro del torrente de la gracia, deja de pertene­cerse a sí mismo y descubre que no es sino una parte del Cuerpo místico de Cristo, que és la Iglesia. Con él vive, sufre y merece.
  6. En con­secuencia, la reforma interior deja de ser un proceso indivi­dual para convertirse en una renovación, aunque sea minima, de la Cristiandad entera. Continuadoras de Matilde de Magde­burgo, otra Matilde, de Hackeborn (“Liber de specialis gra­tiae”), y Gertrudis la Grande, insistirían en este aserto. La re­novación de la Iglesia no podía venir por la vía de las refor­mas estructurales, sino por la profunda conversión interior de los cnstianos.
  7. Santa Gertrudis de Helfta (1256‑1302), conocida como la Grande, para distinguirla de otras figuras eclesiásticas del mismo nombre, vivió y murió prácticamente dentro de la co­munidad cisterciense, en la que ingresó cuando tenía seis años. En la mitad de esta vida hubo una especie de explo­sión Interior, en una fecha determinada: el 27 de enero de 1281, algo que ella denominaba su conversión. Hasta en­tonces, había logrado grandes progresos en el conocimiento intelectual. Desde ese día, se redujo a los Santos Padres y a los teólogos de la primera Escolástica.
  8. Emprendió una árdua batalla consigo misma, para eliminar el amor propio y estrechar, en cambio, la íntima relación espiritual con Dios.
    Una conversación fluida, en diálogo directo con Jesucristo dio origen a una obra decisiva: “Legatus divinae pietatis” (Legado del amor divino). En ella se resalta la condición huma­na de Jesús, como una promesa de acercamiento al hombre; una meta que, en la lucha interior, puede ser alcanzada mediante un ejercicio sin desmayo.
  9. Con Santa Gertrudis nace un concepto que es clave para la conformacion de la Europa moderna: los Ejercicios Espirituales (“Documenta spi­ritualium exercitationum”), como alternativa y complemento de la teo­logía del intelecto. La predicación oral fue más importante, en este caso, que la escrita. Fue, a la sombra del Císter y del francisca­nismo, tan estrechamente relacionados entre si donde se propusieron las experiencias místicas y comenzó a producirse un lenguaje siempre imperfecto y analógico, para aplicarlas.

Mons. Jaume González-Agàpito

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