EL INFIERNO Y EL DIABLO: LA LUCHA DE SAN J. B.-M. VIANNEY

  1. San Jean Baptiste-Marie Vianney tenía una gran inquietud espiritual: su eterna salvación. Sí, su salvación del Infierno. En un momento dado, compuso una curiosa oración para pedir a Dios una aclaración completa sobre su propia persona. A él mismo, su persona le parecía una verdadera miseria.
  2. Entre los años 1822-1823, sufrió algo tremendo. Fue la gran prueba. Muy probablemente pidió de nuevo a Dios la claridad sobre él mismo y su destino. Era la consecuencia de su preocupación primordial: no ir al Infierno. Muchos años después, el solo recuerdo de esta preocupación seguirá siendo para M. Vianney como una llama ardiente y activa: “Hija mía, le dirá a una de sus penitentes, [la baronesa de Belvey], no le pidas a Dios el conocimiento total de tu miseria. Lo pedí una vez y lo obtuve. Si Dios no me hubiera apoyado, me habría desesperado inmediatamente […] porque ya no podía aguantar más”.
  3. Quizás se consideraba presuntuoso y no había medido las consecuencias de solicitar lo mismo que san Agustín: “¡Noverim me! ¡Noverim te!”. De repente, se había encontrado tan extraordinariamente iluminado acerca de su condición de hombre pecador, que también inmediatamente pidió gracia.
  4. A la larga, el tormento se volvió un pico más soportable. Entonces dirá:
    “- No encuentro en mí, cuando me observo, nada más que “mis pobres pecados”. Aún así, el buen Dios me permite no verlos todos y, también, que yo no me conocozca completamente. Una visión completa me haría caer en la desesperación”.
  5. En esa espera algo atenuada y en su angustia, M. Vianney tuvo que luchar para no ceder a la siniestra tentación que lo arrastraba hacia el abismo de la desesperación: el suicidio.
    Esa lucha fue cruel y grande, inmensa y total. Luchaba por él mismo y para que el infierno, al cual trataba de arrebatar sus ovejas, no fuera su destino y su suerte. Algo lo atenazaba: él tenía que dar cuenta a Dios de este pueblo con instintos autoritarios y con una casi inamovible ignorancia que sus sermones no conseguían vèncer.
    En su gran celo, reprochaba con rudeza a los padres que no se preocupaban en proteger la virtud de sus hijos y aunque les anunciaba, con la audacia de un profeta, la condenación que les esperaba, mo conseguía canviar-los. También le costaba admitir que una herencia diferente le esperaba a él mismo. ¡Él era el padre espiritual! Si se perdía su rebaño, porque el pastor era incapaz de educarlo y defenderlo, se condenaría también él.
  6. No conocemos, por los testimonios de este período, las vicisitudes de esa lucha contra la desesperación. Pero, lo que sabemos del desarrollo de las crisis de los últimos años, sin duda hace que podamos encajar todo ello en la dirección que tomó su lucha. Sólo encontró refugio en los más que repetidos “actos de puro amor”.
    La Iglesia, por supuesto, ha condenado la teoría del amor puro, un amor en el que la perspectiva de la recompensa eterna ya no tiene demasiada razón ni cabida. Sin embargo, lo que es teológicamente insostenible es afirmar que sólo este amor puede existir en un alma en situaciones ordinarias.
    Son concebibles actos transitorios de amor puro. De hecho, caracterizan la máxima manifestación de la caridad que se puede encontrar en la gran aventura de la santidad del ser humano.
  7. Pero, M. Jean Baptiste-Marie Vianney, con un instinto sobrenatural muy cierto, en medio de su propio desconcierto, logró escapar de la trampa de la desesperación. La justicia divina pesaba sobre él, el castigo estaba a punto de quebrantarlo; pero reaccionó afirmando que siempre había amado, y amó precisamente a ese Dios cuya mano parecía que tenía que golpearlo.
    Tenemos palabras fuertemente sugestivas en los labios de San Jean Baptiste-Marie Vianney, y aunque son sólo reminiscencias de lecturas antiguas, sin embargo,revelan claramente la base de la esperanza en su alma. “A menudo pienso que incluso cuando no hubiera otra vida, sería una gran alegría amar a Dios en esta y poder hacer algo para su gloria”.
  8. La “Explanation du catéchisme à l’usage de toutes les églises de l’Empire français”, de Lasausse, dice: “Incluso si no hubiera infierno que temer, ni gloria para la esperanza, te amaría […]. No te pido como recompensa por mi amor más que amarte aún más ”.
    Quizás fue ante él cuando se le ocurrió a M. Vianney formular esta dolorosa súplica: «Dios mío, hazme sufrir todo lo que quieras, pero concédeme la gracia de no caer en el infierno”.
  9. La obsesión, no obstante, no lo abandonó en absoluto; tuvo que perseguirlo hasta el altar y, sin duda, sólo la podía confiar a sus amigos más íntimos: Después de la consagración, cuando tenga en mis manos el Santísimo Cuerpo de Nuestro Señor, y, precisamente, cuando estoy en las horas del desánimo, viéndome digno del infierno, me digo: ¡Ah! ¡Si al menos pudiera llevármelo! El infierno sería dulce a su lado. ¡No me costaría quedarme allí toda la eternidad para sufrir, si estuviéramos juntos!. Pero entonces no habría más infierno, las llamas del amor apagarían las de la justicia”.
  10. En el punto más álgido de esta crisis, ¿fue el cura de Ars rescatado por algún cura amigo? ¿Intentó su confesor iluminarlo, guiarlo en la oscuridad donde andaba a tientas? Pero, ¿quién podría comprender el secreto de una angustia cuyos síntomas no parecían revelar más que la hendidura de un temperamento muy escrupuloso? La soledad moral en la que se encontraba confinado el joven pastor, debió dar una singular plenitud a la agonía espiritual que, durante mucho tiempo, será la forma de su dolorosa pasión. La gracia, por otro lado, no le faltaba en absoluto. El Hermano Athanase señaló más tarde: «Cuando tenía más dificultades, se abandonaba más a las manos de Dios. Me decía, con su expresión ingenua, que enseguida se arrojaba ante del tabernáculo como un perrito junto a su amoa». Era ello una mera diablura espiritual? Inmerso como estaba Jean Baptiste-Marie Vianney en la realidad del mundo invisible, es claro que tenía un sentido muy vivo de la intervención de los ángeles, buenos y malos, en el desarrollo de la historia humana. Vivió con la familiaridad de su ángel de la guarda, el ángel protector de su parroquia, el ángel protector de la diócesis. Sintió la necesidad de recurrir a ellos en su lucha contra el diablo. ¡De hecho, fue el Príncipe de las Tinieblas quien intentava arrastrarlo al abismo de la desesperación! Aquel a quien Vianney creerá que puede identificar y que pronto llamará “grappin”, estaba allí para manifestar su presencia de una manera singularmente espectacular. Retomemos la “Mémoire de Catherine Lassagne”: El mismo año en que el Cura se preparaba para fundar una escuela para niñas, creo que fue hacia 1824, estábamos con las Hermanas de San José en Fareins con Benoîte Lardet, para nuestra educación […]. Y cuando volví el sábado, como siempre hacíamos, para pasar el domingo en Ars, me dijeron que el Cura de Ars estaba muy perturbado por los ruidos que escuchaba en la parroquia durante la noche.
    Pensamos que eran los ladrones o alguien que quería hacerle daño.
    El vizconde de Ars, en una carta a su hermana, fechada el 24 de marzo de 1824, también se hace eco del rumors que ya se había extendido fuera del pueblo; y esto sin hacer la alusión de Catalina a una intervención diabólica.
    Este documento ya es algo tardío en relación a los hechos, ya que la presencia diabólica en la casa rectoral parece haber comenzado durante los últimos meses de 1823.
  11. En un primer momento, el párroco se despertó, en varias ocasiones, por ruidos ligeros de los que no pudo encontrar la causa. Una noche fue diferente. A las nueve de la noche, “mi garfio” llamó tres veces a la puerta del patio de la casa parroquial y pareció querer romperla como con un enorme garrote de hierro. “Cuando escuché este ruido por primera vez, pensé que alguien quería hablar conmigo; por lo tanto, abrí la ventana del dormitorio, pero con gran asombro mío, no vi a nadie. Cuando llegó la hora de acostarme, entré silenciosamente en la cama encomendándome a Dios, a la Santísima Virgen y a mi ángel de la guarda. A las once en punto sonaron tres enormes golpes en la escalera que conduce a mi habitación. La primera vez que lo oí golpear con tanta fuerza, me levanté de un salto y pregunté: “¿Quién está ahí?” Pero nadie respondió. Creyendo entonces que eran unos delincuentes que intentaban derribar la puerta para robar el rico mobiliario que Monsieur Vizconde de Ars me acababa de enviar de París, bajé al patio para pedir auxilio, pero no vi a nadie, cerré […] la puerta, sin decir nada, y me encerré en mi habitación, cuidando de poner la llave adentro.
  12. “Las noches siguientes, los ruidos volvieron a escucharse. Pensando siempre en los objetos del vizconde y temblando ante la idea de que los ladrones pudieran robarlos, tuve la idea de acudir a algún joven para custodiar la casa rectoral. El primero que llamé fue el carretero André Verchère, un joven de Savigneux, que vivía en Ars desde hacía unos meses. Otros guardianes fueron Jean Cotton, jardinero del castillo; Antoine Mandy, hijo del alcalde.
  13. El misterio no se aclaró. ¿El Sr. Cura estaba atravesando una crisis de alucinaciones acústicas? ¿Fue Verchère víctima de una autosugestión violenta? Los espíritus críticos preguntaban. Vianney, sin embargo, siempre escuchó ruidos aterradores durante la noche. La hipótesis lanzada por el joven carretero: “Creo que es el diablo”, resultaba cada vez más plausible. Un hallazgo terminó por convencerlo.
    Una noche, la nieve cubrió el suelo; una vez más, los golpes en la puerta de la casa habían llegado al guardián en pleno sueño. Ahora, podía asegurarse de que el patio, todo blanco, no mostrara rastro de pisadas. Esto hizo pensar al Sr. Cura que no eran ladrones, sino el diablo que quería aterrorizarlo. Luego despidió a los guardianes y se quedó solo, armado sólo con la ayuda del buen Dios.
    A estas alturas el estruendo satánico constituirá en la vida del hombre de Dios una suerte de fondo sonoro al que, a la larga, acabará acostumbrándose y sobre el que, en varias ocasiones, entretendrá a sus amigos.

Mons. Jaume González-Agàpito.

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