¿Por qué murió Jesús?

Mons. Jaume González-Agàpito

Pronunciada la sentencia por el procurador de Tiberio César, todo si­guió su curso implaca­ble… La lectura del capítulo 19 del “Evangelio según Juan” es un relato que nos deja atónitos. La crueldad y el sadismo generados por un odio vil, manchan los últimos instantes de un ser adorable. Vamos ahora a ensayar esplicitar la viven­cia del sufrimiento de Cristo Jesús. Del sufrimiento que arrostró “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, es decir, por mí.

Pero, ¿por qué murió Jesús?

1. Al morir un hombre en plena lucha por sus ideas, por sus ideales o por los anhelos que lleva en su corazón, comprendemos hasta cierto punto la motivación de su sacrificio. Sin duda que las últimas motivaciones no son tan evi­dentes como el análisis apresurado de un observador externo a él podría suponer. Se trata del misterio que envuelve y plasma el destino y la existencia del hombre. Pero, incluso con esta salvedad, sabemos a qué atenernos. Pero, Jesús no muere en la batalla reali­zando cualquier acción heroica. Su existencia humana no su­cumbe ante el golpe atroz de circuns­tancias hostiles más fuertes que él. No le abate un golpe fruto de la pura maldad. Aunque algo hay de todo ello, podemos dislumbrar en el trágico fin del Profeta de Nazaret. Pero la etiología de su muerte no es ésta. Todo habría po­dido suceder de otra manera. Para hallar el verdadero porqué hay que ahondar más. Las palabras, pronunciadas la vís­pera, al ben­decir el pan y el cáliz son una válida indicación: “Este es mi cuerpo, que es entre­gado por vosotros…”. “Esta es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre, derra­mada por vosotros …” (Lc., 22, 19-20). Las pa­labras: “entre­gado por vosotros”, “derramada por vosotros” contienen la explicación. Es el mismo  mensaje que hallamos una y otra vez en el Corpus paulinum y que es omnipresente en el Libro de la Revelación de Juan (Apocalipsis): Jesucristo nos ha redimido con su muerte.

Pero ¿ qué significa “redimir” ? En el lavatorio de los pies en la Cena del Señor, hay un pen­samiento que vamos a sopesar de nuevo. No pre­tendemos dar una explicación exhaustiva, quizás sólo tenga el valor de una imagen, pero de una imagen capaz de orientar nuestro espíritu y enderezar nuestro co­razón hacia unos parámetros que pueden dar un sentido a todo lo demás.

El libro del Génesis se inicia con las palabras: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. El prólogo del Evangelio según Juan usa la misma expresión, y literalmente las mismas palabras del Génesis de la versión griega de los LXX. “En el principio” significa antes de la creación – sa­bemos muy bien que esta palabra ‘antes’ es im­propia, pero no atinamos a dar con otra -, an­tes de que Dios pensara y quisiera el mundo, no había materia ni energías, ni imágenes ni moti­vos. Todo fue creado a partir de nada. No había siquiera una tendencia misteriosa hacia la existencia: no había realmente nada

Dios era. Basta que Dios exista. “Fuera de Él” no hay necesidad de que exista nada. Él es “el Uno y el Todo”. Lo que existe, además, viene de Dios: energía, materia, formas, motivos, órdenes, cosas, acontecimientos, plantas, anima­les, hom­bres, ángeles; todo. El hombre puede transformar lo real o producir imágenes en el espacio irreal de la fanta­sía; pero es incapaz de poner en el ser lo que no existe. Es incapaz de crear de la nada. La nada es para él un misterio, un muro la incomprensibi­lidad. Sólo Dios tiene una re­lación verdadera con la nada, porque sólo Él pue­de dar al “algo” una esencia y una existencia. El hombre conoce de la nada tan sólo la ausencia de sus relaciones con ella.

El hombre sólo tenía consistencia por Dios y sólo podía vivir por Él. Pero cayó en pecado. Con ello quiso supri­mir la verdad esencial de su existencia y ser autónomo. Se alejó de Dios, en un sentido verdaderamente terrible. Se alejó de la realidad y se acercó a la nada. La primera nada de la que Dios había sacado al hombre era la nada buena, pura y transparente; el hecho de la no-existen­cia de algo. Ahora surge la nada mala, la del pecado, la de la destrucción, de la muerte, de la insen­satez, del vacío. El hombre caído se desliza hacia esta nada sin alcanzarla jamás, puesto que esto significaría su aniquilamiento. El hombre no se ha creado a sí mis­mo; tampoco puede autoaniqui­larse.

2. La gracia inescrutable de Dios no quiso dejar al hombre en este abandono, en esta pendiente fatal hacia la ne­gación de su mismo ser. Quiso sacarle de allí. No nos incumbe decir en qué otra forma pudo también haberlo hecho. Hemos de atenernos a su palabra, que nos dice cómo lo realizó en realidad: alienta en ella una generosidad tan san­ta y tan poderosa, que nos sentimos inclinados a decir, ahora que nos ha sido revelada, que ésta fue la única manera posible: la del amor.

Dios ha seguido al hombre, como nos lo des­cribe la parábola de la oveja perdida y la de el dracma extraviado (Lc 15)hasta el reino del abandono, de la nada maligna cuyas fauces se habían entreabierto a consecuencia del obrar del hombre. Dios no se limitó a dirigirle una mirada llena de amor, no se limitó a llamarle y atraerle, sino que descendió personalmente a las tinieblas, como nos dice plásticamente San Juan en el pri­mer capítulo de su Evangelio. Desde aquel mo­mento hubo entre los hombres un ser que era Dios y hombre: puro como Dios, cargado de res­ponsabilidad como los hombres. “No se aferró a su categoría de Dios” como nos recuerda Pablo en la Epístola a los filipenses(2,6) “sino que se humilló haciénsose un hombre cualquiera, hasta la muerte y muerte de cruz”. Jesucristo apuró hasta las heces el cáliz de la culpa­bilidad. El hombre que sólo es hombre no es ca­paz de ello. Es más pequeño que su pecado que ofende a Dios. Puede cometer el pecado, pero no puede tener conciencia de él con una vivacidad equi­valente a su terrible significado. No puede medir su importancia ni expiarlo. A pesar de ser él quien lo ha cometido no puede incor­po­rarlo a su vida ni repararlo viviendo en gracia de Dios.  Se turba, se aniquila, se desespera, pero es impotente ante él. Sólo Dios puede dominar el pecado. Sólo Él es capaz de penetrarlo, medirlo y juzgarlo. Su juicio haría justicia al pe­cado, pero el hombre que lo ha co­metido quedaría anonadado. La “gracia” estriba en que Dios ha querido hacer justicia al par que salvar al hombre; estriba en que ha querido amar a Dios que se ha hecho hombre, y así ha surgido un ser que ha realizado la igualdad di­vina con el pecado en una existencia humana. Dios ha sal­dado cuentas con el pecado en un espí­ritu. en un corazón y un cuerpo humanos. He aquí la existen­cia de Jesús.

Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible a aquella caída del hombre en el abismo de la nada consecuencia de su rebelión contra Dios y que sólo podía llevar a la criatura a la deses­peración y al quebranto. El aniquilamiento es tanto mayor cuanto más grande es el ser a quien ano­nada. Nadie ha muerto como Jesucristo. porqué era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza. Nadie ha caído tan hondo en la nada – hondura terrible evocada por las palabras: “Dios mío, Dios mío ¿por me has desamparado?” -, porque era el Hijo de Dios (Mt 27, 46). Fue realmen­te “aniquilado”. Murió en la flor de la edad. Su obra fu asfixiada en el momento que iba a flo­recer. Le arrebataron a sus amigos; su honor fue pisoteado. No tenía nada y ya no era nada más que “un gusano de la tierra y no un hom­bre”. Descendió, pues, “a los infiernos” en un sentido que de puro profundo es inexpresable; a los infiernos – reino de la nada maligna -. Y descendió a ellos como libertador de las cadenas que ate­nazaban al hombre en su ser más profundo, pero después de haber penetrado en el antro sombrío bajo la forma que acabamos de apuntar, terrible e inimaginable para toda mente humana.

En él alcanzó, el Hijo infinitamente amado del Padre eterno, el abismo absoluto, el fondo del mal. Avanzó hasta aquella nada de la que había de surgir la nueva creación, la ‘re-creación’, como la llaman los antiguos; la re-creación de lo ya existente, que se había deslizado hacia la nada; la trans­mutación de la existencia en un nuevo ser, en el hombre nuevo, en los cielos nue­vos y la tierra nueva.

3. ¡Jesucristo en la cruz! Nadie podrá llegar a comprender jamás este misterio. En la medida en que se desarrolla coherente y homogéneamente nuestro cristianismo y va­mos aprendiendo a amar a Cristo, empezamos a comprender un poco cómo en la cruz cesan la acción, el trabajo, la lucha. Cómo, sin reservas ni esperanza alguna de salvación, todo: el cuerpo, el corazón, el espíritu, es sumergido en un mar ardiente de un sufrimiento universal, devorador; son sometidos a un juicio a causa de las faltas hechas suyas para descargar a los hombres, juicio que se prolonga sin solución hasta la muerte. En aquel instante, alcanzó Cristo aquella profundidad de la que la omnipotencia divina hace surgir la nueva creación.

Acaso comprendamos algo de ello al ver cuán ciego y débil, descarriado o endurecido está un ser amado al que queremos y no podemos arran­carle del mal. Nos parece que deberíamos ser capa­ces de asir todo su ser, de llegar hasta su mismo núcleo, hasta las raíces profundas de su na­turaleza, hasta el punto que le acerca a la nada… 0 bien, cuando echamos una mirada sobre nos­otros mismos y examinamos lo que ha sucedido, lo que he visto y vivido, lo que he hecho y lo que he omitido. Y lo que debería haber hecho. En este momento de máxima sinceridad y transparencia me amilano: en realidad soy ciego, débil, cobarde, rutinario, obstina­do. Tengo entonces la impresión de que debe­ría salir de mí mismo, arrancarme al propio yo, refugiarme en Dios, en el espacio li­bre, en la santi­dad. Pero no puedo. Haría falta una energía que se apoderara de lo más íntimo, humano y personal de mi alma y lo trans­formara…

Ampliemos esta idea y apliquémosla a Cristo. Lo que le importaba eran los hombres, todos los seres y cada uno de ellos con todo su destino; era el mundo que recibe por el hombre su supremo y verdadero significado, era la exis­tencia; pero todo esto en su mentira impenetra­ble, en su alejamiento fundamental de Dios, en su encallecimiento universal. La misión de Jesús era regenerar esto, a lo divino, tomándolo sobre sí, en su pensamiento, en su vida, en su corazón. Debía sumergir todo esto dolorosamente en el abismo supremo, en el cual podría hallar un nue­vo punto de partida: la potencia santa que hizo el mundo de la nada. De aquella otra nada sur­gió la nueva creación.

4. Desde que el Señor ha muerto todo esto se ha tornado realidad, la realidad que ha transfor­mado todo el mundo. Vivimos gracias a ella en tanto que gozamos de vida verdadera a los ojos de Dios.

Si alguien nos preguntara: ¿ Qué es seguro?¿ Tan seguro que podamos entregarnos a ello a ciegas? ¿ Tan seguro que podamos enraizar en ello todas las cosas? Nuestra respuesta será: El amor de Jesucristo.

La vida nos enseña que esta realidad suprema no son los hombres, ni aun los mejo­res, ni los más amados; ni la ciencia, la filo­sofía, el arte o las otras manifestaciones del genio hu­mano, ni la naturaleza, tan profundamente falaz, ni el tiempo, ni el destino. No es siquiera Dios sencillamente, puesto que nuestro pecado ha provocado su ira. ¿ Cómo sabríamos además sin Jesu­cristo lo que hemos de esperar de Él? Sólo el amor de Jesucristo es seguro. No podemos de­cir si­quiera: el amor de Dios, porque, a fin de cuentas, sólo por medio de Jesucristo sabemos que Dios nos ama. Y aunque lo supiéramos sin Cristo, de poco nos serviría, porque el amor pue­de ser tam­bién inexorable y más duro cuanto más noble. Sólo por Cristo sabemos a ciencia cierta que Dios nos ama y nos perdona. En verdad, sólo es seguro lo que se manifiesta en la cruz, la actitud que en ella alienta, la fuerza que palpita en aquel corazón. Es muy cierto lo que tantas veces se pre­dica de manera inadecuada: el Corazón de Jesús es el principio y el fin de todas las cosas. Todo lo restante que está firme­mente asentado – cuando se trata de vida o muerte eterna – sólo lo está en función del Señor Jesús y gracias a Él.

Monasterio de Poblet, 26 de marzo de 2024.

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