QUÉ ES EL CLERO DIOCESANO

1. El ‘clero’ es un término utilizado para referirse a un grupo de personas que están dedicadas a las actividades religiosas dentro de una religión organizada. En particular, el clero se refiere a los líderes religiosos, como sacerdotes, ministros, obispos y otros oficiales religiosos que realizan ceremonias, administran los sacramentos, predican sermones y brindan orientación y consejo espiritual a los miembros de su comunidad.

El clero puede estar organizado en diferentes niveles de jerarquía dentro de una religión, dependiendo de la estructura y la tradición de esa religión en particular. Por ejemplo, en la Iglesia Católica, el clero se organiza en una jerarquía que incluye al Papa, los cardenales, los obispos, los presbíteros y los diáconos. En otras religiones, como el Islam y el judaísmo, también hay una estructura jerárquica en el clero.

2. El clero diocesano es ese clero, es decir, presbíteros y  diáconos, que están incardinados en una diócesis particular y que trabajan bajo la autoridad del obispo de esa diócesis.

El clero diocesano se distingue de otros grupos de clérigos, como los miembros de órdenes y congregaciones religiosas, como los franciscanos o los jesuitas, que están bajo la autoridad de sus superiores religiosos en lugar de estar directamente bajo la supervisión del obispo.

El clero diocesano está dedicado a servir a las necesidades pastorales de la diócesis a la que pertenecen. Esto puede incluir administrar los sacramentos, predicar, enseñar y ayudar a los feligreses en todas las áreas de su vida espiritual.

En algunos casos, el clero diocesano también puede ocupar cargos administrativos dentro de la diócesis, como vicario general, vicario episcopal o canciller diocesano.

3. El término “clero secular” se refiere a aquellos clérigos (obispos, presbíteros y diáconos) que están incardinados en una diócesis particular y que se dedican al ministerio pastoral en su comunidad local. Estos clérigos no forman parte de una orden o congregación religiosa y no emiten votos religiosos, sino que están sujetos al obispo de la diócesis a la que pertenecen. 

Los clérigos seculares pueden estar asignados a una parroquia o servir en un rol pastoral en la diócesis, como el de vicario general, vicario episcopal o canciller.

Por otro lado, el término “clero regular” se refiere a aquellos clérigos que pertenecen a una orden o congregación religiosa y que han emitido votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia. Estos clérigos no están incardinados en una diócesis particular, sino que están bajo la autoridad de su superior religioso. Los clérigos regulares pueden desempeñar funciones pastorales en la comunidad local, pero también pueden estar dedicados a otros trabajos como la enseñanza, la misión o la investigación teológica.

En general, se considera que los clérigos regulares tienen una vocación de vida contemplativa y comunitaria, mientras que los clérigos seculares tienen una vocación más centrada en la pastoral y el ministerio en la comunidad local. Sin embargo, esta distinción no siempre es clara y hay casos en los que los clérigos pueden pertenecer a una orden religiosa y al mismo tiempo estar en una diócesis particular para desempeñar una función pastoral específica.

4. Esta división, ahora mismo expuesta en una concreción demasiado esquemática, ha marcado profundamente al clero de la Iglesia católica, sobre todo a la de rito latino. El Concilio Vaticano II, sin embargo, despertó e incrementó algo, por mucho tiempo, presente en la Iglesia occidental: la necesidad de vivir en común que reclamaba el clero diocesano.  Se intentó justificar esa necesidad, no sólo recurriendo a los modelos monásticos, frailunos, jesuíticos u opusianos. Se quiso fundamentar en el Nuevo Testamento, mismo lo que reclamaban, desde hacía siglos, los “curas de parroquia” y los que servía en las diócesis.

Un versículo del libro Hechos de los Apóstoles,2, 44, aclaró mucho esa reclamación de los curas de a pie: “Todos los creyentes vivían unidos y compartían todo cuanto tenían”. Ello quedaba más claro por el versículo 32, del mismo capítulo: “La multitud de los fieles tenían un solo corazón y una sola alma”. El gran artífice historio de la espiritualidad de los curas diocesanos, san Agustín de Hipona, encabezó con estas mismas palabras su gran regla.

5. El Concilio Ecuménico Vaticano II, en su decreto Presbyterorum Ordinis, Sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, dice en su artículo 8:

Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros

“8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples trabajos y nuevas adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad. Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad: esto se expresa litúrgicamente ya desde los tiempos antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía unidos cordialmente. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre.

Por lo cual, los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos.

Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad, practiquen la beneficencia y la asistencia mutua, preocupándose sobre todo de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria, y de los que se ven perseguidos. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, pensando en aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los apóstoles cansados: “Venid a un lugar desierto, y descansad un poco” (Mc., 6, 31). Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común, donde sea posible; de mesa común, o a lo menos de frecuentes y periódicas reuniones. También han de estimarse grandemente y ser diligentemente promovidas aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio por medio de una adecuada ordenación de la vida, convenientemente aprobada, y por la fraternal ayuda, y de este modo intentan prestar un servicio a todo el orden de los presbíteros.

Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente, si es necesario. Manifiesten siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron en algo, pidan por ellos instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad como hermanos y amigos”.

Es un texto precioso, pero, sobre todo en su primer párrafo, se confunde la potestad de orden, la postestad de magisterio y de gobierno, y con ello queda ensalzado el orden presbiteral pero no concretado en el estilo de vida y en la espiritualidad del clero diocesano. En el mismo sentido, son excelentes la propuesta de fraternidad y de compañerismo, pero, falta una propuesta clara y explícita de vida en común del clero diocesano.

El número 14 del mismo decreto conciliar es también importante para nuestro interés: 

“Unidad y armonía de la vida de los presbíteros

“14. […] Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar su obra.

En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.

Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios; es decir, la conformidad de los proyectos con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo”. 

Se atiende a la necesidad de imitar el Buen Pastor, Cristo el Señor, por parte de los presbíteros y la obligación de conformarse, en su ministerio y en sus iniciativas a las normas del Magisterio eclesial. Pero, nada hay que ofrezca un medio específico de vida en común para que los presbíteros encuentren la verdadera dimensión eclesial de su ministerio y de su vida personal.

6. Quince años después de la conclusión del Concilio Vaticano II, apareció, el 23 de marzo de 1979, el “Documento de Puebla”, en él el apartado principal, La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, emitido bajo la presidencia del cardenal Sebastiano Baggio; de Aloisio cardenal Loscheider, Arzobispo de Fortaleza, a quien tuve el honor de anunciar, después de la negativa de hacerlo del Nuncio Apostólico en el Brasil, que el Papa Pablo VI lo había elegido para el Colegio Cardenalicio; de Mons. Ernesto Corripio Ahumada, Arzobispo de México y siendo secretario Mons. Alfonso López Trujillo, Arzobispo Coadjutor de Medellín, con quien me relacioné durante los 14 años que fui Delegado Episcopal para la Familia y la Vida del Arzobispado de Barcelona. Cuatro números del  Documento de Puebla son importantes recordarlos ahora:

644. La parroquia realiza una función en cierto modo integral de Iglesia, ya que acompaña a las personas y familias a lo largo de su existencia, en la educación y en el crecimiento de su fe. Es centro de coordinación y de animación de comunidades, de grupos y movimientos. Aquí se abre más el horizonte de comunión y participación. La celebración de la Eucaristía y demás sacramentos hace presente, de modo más claro, la globalidad de la Iglesia. Su vínculo con la comunidad diocesana está asegurado por la unión con el Obispo, que confía a su representante (normalmente el párroco), la atención pastoral de la comunidad. La parroquia viene a ser para el cristiano el lugar de encuentro, de fraterna comunicación de personas y de bienes, superando las limitaciones propias de las pequeñas comunidades. En la parroquia se asumen, de hecho, una serie de servicios que no están al alcance de las comunidades menores, sobre todo en la dimensión misionera y en la promoción de la dignidad de la persona humana, llegando así a los migrantes más o menos estables, a los marginados, a los alejados, a los no creyentes y, en general, a los más necesitados. 

645. En la Iglesia particular, formada a imagen de la Iglesia universal, se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica

Es una porción del Pueblo de Dios, definida por un contexto socio-cultural más amplio, en el cual se encarna. Su primacía en el conjunto de las comunidades eclesiales se debe al hecho de estar presidida por un Obispo, dotado, en forma plena y sacramental, del triple ministerio de Cristo, cabeza del cuerpo místico, profeta, sacerdote y pastor. El Obispo es, en cada Iglesia particular, principio y fundamento de su unidad. 

646. Por ser sucesores del los Apóstoles, los Obispos, a través de su comunión con el Colegio Episcopal y de manera especial con el Romano Pontífice, hacen presente la apostolicidad de toda la Iglesia; garantizan la fidelidad al Evangelio; realizan la comunión con la Iglesia universal y promueven la colaboración de su Presbiterio y el desarrollo del Pueblo de Dios, encomendado a sus cuidados. 

647. Responsabilidad del Obispo será discernir los carismas y fomentar los ministerios indispensables para que la Diócesis crezca hacia su madurez, como comunidad evangelizada y evangelizadora, de tal manera que sea luz y fermento de la sociedad, sacramento de unidad y de liberación integral, apta para el intercambio con las demás Iglesias particulares, animada por el espíritu misionero, que la haga irradiar la riqueza evangélica lograda en su interior. 

Encontramos en este importante documento de la Iglesia Latinoamericana, aprobado por la Santa Sede, la dimensión eclesiológica, sacramental, pastoral, evangelizadora y comunitaria del Presbiterado que no aparece, con la misma claridad y rotundidad en el Decreto conciliar Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II.

La historia del presbiterado en la Iglesia latina, tiene que ser investigada, descrita, vivida y propuesta como la historia de los presbíteros que, junto con sus obispos y con los diáconos, han intentado realizar lo que el Documento de Puebla  propone en su número 196:

“Jesucristo, exaltado, no se ha apartado de nosotros; vive en medio de su Iglesia, principalmente en la Sagrada Eucaristía y en la proclamación de su Palabra; está presente entre los que se reúnen en su nombre y en la persona de sus pastores enviados y ha querido identificarse con ternura especial con los más débiles y pobres”.

7. Voy a intentar, en este librito, exponer cómo los obispos, los presbíteros, los diáconos y otros grados históricos del clero, intentaron esbozar, vivir y justificar eclesiológicamente, la vida en común del clero católico. Esa vida la identificaban con las citas del capítulo 2, versículos 32 y 44, del libro Hechos de los Apóstoles, que he citado más arriba. Es por ello que, desde muy antiguo, la llamaron “la Vida Apostólica”.

Los Padres de la Iglesia, los sínodos y los concilios, los papas, los obispos, los teólogos medievales, los juristas, los canonistas, los conciliaristas y los ‘papistas’, con toda una inmensa manifestación de santas y santos ha clamado, en la Iglesia, por la observancia de la Vida Apostólica, sobnre todo en el clero, en el regular y en el diocesano.

La “devotio moderna” que nació en los Países Bajos y en el entorno de los Hermanos de la Vida en Común, que creció y se desarrolló en la Congregación de S. Víctor de los Canónigos Regulares de San Agustín. Que formó, en las casas de los canónigos regulares agustinianos, especialmente en Paris y en Coimbra, a Erasmo de Rotterdam, a Ignacio de Loyola, a Luthero, a Calvino, y a tantos otros, católicos, anglicanos y protestantes, clamaba por la práctica de la Vida Apostólica en el cristianismo, especialmente en el clero.

Desearía que estos apuntes fueran de alguna utilidad a los obispos, presbíteros y diáconos que, en occidente, entes de ordenarse, deben abrazar la vida del celibato, en la moderación de las posesiones terrenas y con la promesa de obediencia a su propio obispo, quieren vivir plenamente la Vida Apostólica propuesta por el libro Hechos de los Apóstoles.

Mons. Jaume González-Agàpito

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